En un pequeño pueblo llamado Greccio, a unos 100 km al norte de Roma, y en la Navidad de 1223, San Francisco de Asís hace preparar la primera representación del Nacimiento de Jesús, delante de la gente sencilla del lugar, para contemplar de alguna manera con sus propios ojos cómo Jesús fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno. En aquella ocasión, no había figuras: el “belén” fue realizado y vivido por todos los presentes, y todos regresaron a sus casas llenos de alegría. Así nace nuestra tradición del pesebre: todos alrededor de la gruta santa, sin distancia alguna entre el acontecimiento y cuantos participan en el misterio.
Nuestros pesebres, los que preparamos en nuestras familias, los que ponemos en nuestros templos, en los lugares de trabajo, en los hospitales, en tantos otros lugares, son una invitación a “sentir”, a “tocar” la pobreza que el Hijo de Dios eligió para sí mismo en su encarnación. Y así, es implícitamente una llamada a seguirlo en el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, que desde la gruta de Belén conduce hasta la Cruz. Es una llamada a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas más necesitados (cf. Mt 25,31-46).
Cuando, en Navidad, colocamos en ellos la imagen del Niño Jesús, Dios se nos presenta, en un niño, para ser recibido en nuestros brazos. En la debilidad y en la fragilidad esconde su poder que todo lo crea y transforma. En Jesús, Dios ha sido un niño y en esta condición ha querido revelar la grandeza de su amor, que se manifiesta en la sonrisa y en el tender sus manos hacia todos. El “belén” nos habla, como un Evangelio vivo, del Dios que se ha hecho niño para decirnos lo cerca que está de todo ser humano, cualquiera que sea su condición.
Retomemos con fantasía creativa esta tradición de nuestras familias, que se aprende desde niños, y que expresa una rica espiritualidad popular, formando parte del proceso de transmisión de la fe.
¡Descubramos de nuevo la buena noticia que nos ofrece el pesebre! Dejemos que Dios vuelva a sorprendernos, cuando, como todos los niños, duerme, toma la leche de su madre, llora y juega. Abramos nuestro corazón a esta gracia sencilla del pesebre: Dios, ha querido compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca solos.
¡Feliz Navidad!
Sergio Alfredo Fenoy
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz