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miércoles, mayo 8, 2024
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Enseñar es liberar el alma y el corazón en todas sus potencialidades

“El hockey es para los que tienen plata. Si no tenés plata, no podés jugar al hockey. Es así, te guste o no te guste”. No era una afirmación de cualquiera. Era el tesorero de la Asociación de Hockey. Hombre de clase media alta, que manejaba un auto importado. Contador y egresado de la Facultad de Ciencias Económicas de una universidad pública.

Era el tiempo, en que se les negaba a las nenas y adolescentes de familias humildes ser jugadoras incluso, bajo la posibilidad de ser pagadas sus cuotas sociales y deportivas en los clubes por “padrinos”, porque decían, privaba a la disciplina de la “igualdad”.

Un día, una profesional que trabajaba en la acción social me dijo: “Vos le hacés mucho daño a las nenas, metiéndoles en la cabeza que pueden jugar al hockey. Ellas nunca van a tener el nivel social para jugarlo. Lo que se debe hacer son cursos para enseñarles a ganarse la vida honradamente: cocer, reciclar ropa, lavar, planchar, barrer, limpiar, cuidar niños, cosas que ellas pueden hacer y les van a ser útiles para el mañana”.

Un pensamiento racional que no pocos tienen como modo de caridad y finalidad de la enseñanza. Que tiene de forma encubierta enseñar a estas vidas niñas y adolescentes el destino, voluntariamente: Ser  útiles a quienes las van a necesitar como empleadas, pagándoles lo mínimo posible y les asegura que aunque trabajen cien horas por día, el destino es inmodificable.

Lo que me quiso decir es que miles de mujeres nacen sólo para ser sirvientas. Y de esa manera ser siempre pobres y analfabetas funcionales sociales. Para no pocos, ese es el destino marcado por la divinidad que profesan y la caridad consecuente.

Una chica venida de la norteña localidad santafesina de Margarita, sentada en el colectivo, mientras regresábamos a la ciudad luego de ganar un campeonato me dijo: “Los que les duele es ver que les ganamos. Que el hockey nos da la fuerza del corazón para demostrarles que no sólo somos negras y pobres. No sienten dolor profe, sienten vergüenza. Lo que les pesa es ver que todo lo que les enseñaron en sus casas no es cierto. Que nosotras también podemos aprender, luchar, ser un equipo y ganar campeonatos”. Formada en el duro norte santafesino, fue la única vez que la ví llorar de alegría.

Pasaron los años y el hockey ganó las capas más bajas económicamente de la sociedad de todo el país. También en nuestra región. Las jugadoras morochas y de flaca billetera familiar fueron cada vez más comunes. Son centenares, miles.

Hace muchos años, en el Club San Martín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, éramos sesenta entrenadores de todo el país. Invitados especiales por la Confederación Argentina de Hockey.

La carta invitación llegó una mañana a casa para mi sorpresa, con la firma del neurocirujano Díaz, presidente de la CAH, desde la  Ciudad de Buenos Aires.

Gabriel Minadeo y “Cachito” Vigil eran los formadores, entre otros.

Lo que se pretendía era evitar el “aburguesamiento” del hockey y darle ese “espíritu de rebeldía” que tienen las clases medias y bajas.

La Confederación Internacional de Hockey sobre Césped sostenía económicamente  en el mundo un plan de inclusión de las clases medias y bajas de los países. Fue hace más de 20 años. Era el inicio de una nueva etapa en el hockey argentino.

Si el deporte no libera las potencialidades del corazón de una niña o de una adolescente, el alma se encarcela en un imperio -divino y mentiroso- de la cultura del que manda convencido que hay millones de niñas que nacieron para su servicio.

Un premio Nobel de economía dijo una vez: “De 10 pobres inteligentes y capaces, 9 seguirán siendo pobres. De 10 ricos bobos, 9 seguirán siendo ricos”.

La educación en la libertad  enseña a ver la diferencia. Es pisar el primer escalón como ser humano y mujer. Eso es lo que les molesta a los sectores dominantes. Porque esa educación es ponerle piernas al paralítico.

 

Daniel Frank